domingo, 27 de febrero de 2011

No llores por mí, Mansilla

La horripilante experiencia de tratar de recibirme:

Las caderas se expanden, el estómago se agranda  y se achica, con un ritmo convulsionado, movido por el apetito de la ansiedad, el asco de las naúseas, o el rechazo agrio de la acidez. Las ojeras imbatibles, la espalda resentida, la conciencia lúcida de cada variación corporal, cada viaje al baño, cada minuto que pasa y cada tema que falta estudiar. El ocasional llamado de auxilio; el otro, el llamado de la amistad, su relato de placeres vedados por el momento, la ansiedad. La canción motivadora, repetida cada vez que la esperanza se apaga, acompañada de un tímido tarareo o de un baile frenético, según las energías excedentes del culo que necesita escapar. Recordar, por momentos, que la vida es otra cosa. Relativizar la meta, sacudir presiones, frustración por no poder lidiar conmigo misma de otro modo, luego de siete años de carrera. El ocasional devaneo internético, la agonía de saber que ya han pasado diez minutos, que hay que continuar.

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