miércoles, 11 de noviembre de 2009

Ver para creer

Tengo un ojo que se me desvía. Estravismo, creo. No es realmente una cosa notable, no soy bizca. De chica los oculistas se debatían entre operarme o darme ejercicios. Opté por lo segundo, a fuerza de llanto. El único "ejercicio" que hice durante la niñez fue ese, el de la vista. Consistía en interactuar con unas máquinas, en las que veía un niño con una pelota, un pájaro con una jaula. Tenía que lograr ver al niño pateándola, o al pájaro encerrado en la jaula, por ejemplo. Siempre que salía, me quedaba la sensación de que me había perdido de algo, de que de alguna manera yo no había podido aprovechar la promesa de diversión que los adultos le proyectaban a los ejercicios. Cuando crecí un poco, empezó a frustrarme la pretensión "pedagógica" del diseño: ningún niño, por más tarado que fuera, se entretendría realizando media hora de concentración visual tan monótona, por más dibujos que le pusieran.
Los ejercicios me dieron la capacidad de controlar a mi ojo rebelde. Cuando estaba aburrida en clase, me dedicaba a mirar al profesor y a desdoblarlo. Desviaba un ojo, para poder verlo doble. Gran parte de mi secundaria la pasé así.
Mamá cree en todo ese rejunte heteróclito y new age de fragmentos de distintas religiones y pseudo filosofías, y se la pasa prendiendole una vela a la virgen, decorando a la feng shui, mientras tira unas runas y mide la energía de los ambientes con unas varas metálicas. Ella creía que yo veía el aura de las personas, y no que tenía la capacidad de escindir el foco de cada ojo.

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