Tengo olor
a depresión, a chivo. Recién, cuando fui al baño, me limpié, me paré y me subí
el short. No tengo bombacha porque engordé tanto que me aprietan todas,
entonces dejé de usar. Corrió una gota de pis por mi pierna, me habré limpiado
mal.
Hoy no fui
a trabajar. Hace días que nada tiene sentido y que lloro inmotivadamente.
Frente a la computadora mientras hago una solicitud de gastos, en el tren
mientras voy a la oficina, en mi casa, en el baño, en mi cama. Higiene
sanitaria: hoy no fui a trabajar.
Leer a
Levrero: lo único que me da potencia. Lo único que reaviva algún entusiasmo.
Una suerte de paradoja, Levrero, su narrativa, o la que me toca, la
autorreferencial, habla de eso: de la impotencia, de la imposibilidad de
cambiar.
Ayer soñé
con mi ex. Estaba muy flaco por las drogas (lo que, creo, es real). Pero además
tenía la cara llena de pústulas espantosas. Estaba entregado a las drogas y la
muerte. Teníamos sexo pero parábamos porque yo le reprochaba que me daba cuenta
que él no me quería abrazar. Discutíamos, siempre con él todo pasó por la
retórica. Afectos contaminados por figuras del lenguaje, ¿florituras? Pero nos queríamos
de verdad, aún en su egoísmo ciego y en mi desesperación permanente. Yo quería
seguir cogiendo, en el sueño, pero él se escapaba, quería drogarse, íbamos al
baño. Tenía una suerte de círculos de polvo blanco compacto, que se desenrollaban
para formar una línea perfecta. Era MD. Me daba una, y otra que iba creciendo
como un metal o hielo que se esparce. Lo tomaba y no sentía el efecto. Le veía
la cara y entendía toda la oscuridad bajo esa resplandecencia que últimamente
emana, entregado a las fiestas y las drogas y un aparente éxtasis de felicidad.
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